Arturo Xicoténcatl -La cumbre de la estupidez

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02 de Abril de 2019

 

Cuando la luz de la inteligencia parpadeó en el hombre empezó su curiosidad precedida de asombro, investigación y aprecio por la naturaleza y su entorno. La montaña y su cumbre ejercen, desde siempre, singular fascinación en los espíritus audaces, místicos, reflexivos. Pocos elegidos responden al llamado de la montaña.

Acuden a ellas y las escalan como un desafío a su fuerza y valor; como acercamiento a las bellezas naturales por el placer de disfrutar el cielo nocturno, el joyel de las estrellas, los planetas, por el deleite de la soledad, de caminar en rocas y nieve, vivir la libertad y la independencia personal, respirar el aire ligero, la luminosidad de la atmósfera, el silencio de la lejanía, la cinta plateada de ríos y arroyos, el silbar o rugir del viento; descubrir y pulsar la pequeñez del hombre ante la inmensidad del universo.

Actividad emocionante con la aparición de sentimientos nobles y elevados. En un mes de abril del año 1336 el poeta Petrarca corona la cumbre del Monte Ventoux, de 1912 m de altura, en la Provenza francesa; asciende con Las Confesiones de San Agustín, que lleva en una bolsa.

El acontecimiento se relaciona con el nacimiento del montañismo. Desde niño, sus ojos observan con atención al Gigante; y su espíritu es empujado con la misma intensidad espiritual, acaso, que impulsó al inglés George Mallory a trepar la cumbre del Everest en los albores de la década de los 20. ¿Por qué subir a la montaña”, pregunta Mallory. “Porque está ahí”, responde. Se forma la imagen solidaria de los sherpas que rescatan a Maurice Herzog y a Louis Lachenal del Annapurna. La firmeza y seguridad con el cuidado de cargarlos y proteger sus vidas, espalda con espalda, mientras los rescatados ven con miedo las profundidades del abismo. La tarea noble de Hilario Aguilar, con más de 700 ascensos al Pico de Orizaba, con el propósito de auxiliar a montañistas en riesgo mortal, o de rescatar sus cuerpos. Acciones que contrastan, del cenit al nadir, con la estupidez humana de dos personas que ascendieron en días pasados al volcán Popocatépetl en plena actividad por un afán irracional de protagonismo con fines puramente utilitarios, al grito del valemadrismo del no pasa nada, que caracteriza a algunos mexicanos, como los que estrellan su auto de lujo y milagrosamente salvan la vida, o los que transitan en la noche en su patineta por el Viaducto o el Anillo Periférico.

Sujetos a los que no se les puede calificar de montañistas ni deportistas, sino como transgresores de las reglas. Dejan una lección de poca inteligencia, respeto a sí mismos, de ignorancia, locura, estupidez. Invita a la reflexión que nadie haya detectado ni su ascenso ni descenso al Popo; consecuencia de la vigilancia incompetente. A manera de colofón se suma la torcida interpretación de algunas autoridades del gobierno del Estado de México de heroificar la estupidez premiándolos con viaje a Sudamérica.

 





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