Boxeo de sombra

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10 de Marzo de 2019

Su educadísima zurda era más una herramienta de precisión que un mazo. Su técnica defensiva era excepcional, aunque no tanto como esa tozudez sobre el ring que machacó a tantos adversarios. Su espíritu de guerrero era algo serio: implacable, no le permitía caminar hacia atrás mientras barrenaba al contrincante a base de combinaciones certeras y, muchas veces, letales. Fue campeón del mundo en dos categorías distintas –gallo y súper gallo– y vivió al menos tres momentos clave en su trayectoria profesional, tres pliegues vitales que lo forjaron como boxeador y como persona.

Su nombre es José Guadalupe Pintor Guzmán y su apodo, el Grillo de Cuajimalpa. Nació en la Ciudad de México el 13 de abril de 1955 y su currículum pugilístico, en el terreno de paga, se resume en 72 combates desglosados así: 56 laureles (42 de ellos por nocaut), 14 descalabros y dos empates.

El recuerdo de este excepcional deportista viene a cuento porque recientemente apareció en el mercado editorial el libro Guadalupe Pintor. Un boxeador con ángel, coeditado por la Universidad Autónoma de Nuevo León y el Fondo Editorial de Nuevo León, y cuyo autor es el periodista regiomontano Héctor Leal Ortiz, quien hizo una gran labor de investigación fundamentada, se nota, en una pasión absoluta por el mundo del boxeo y, específicamente, en el legado deportivo del campeón mundial.

No se trata, desde luego, del primer libro que se refiere al púgil mexicano. Ya el célebre escritor colombiano Alberto Salcedo Ramos publicó, en 2016 y bajo el sello Almadía, un libro con una veintena de crónicas en las que reúne algunas de sus obsesiones temáticas, entre las que destacan la realidad contemporánea de su país y algunos pasajes que tienen que ver con violencia, política y deporte en América Latina. Ahí está incluido el texto Los ángeles de Lupe Pintor, que en realidad es una larga y emotiva entrevista al boxeador mexicano y a su esposa, y que le da el título al libro.

Pero la indagación de Leal Ortiz está cabalmente dedicada a Pintor y se divide en 12 capítulos, o 12 rounds, como los nombra el autor. Cada uno representa una estación en la existencia de quien debutó profesionalmente en Tijuana el 2 de marzo de 1974, propinándole un nocaut efectivo en el segundo round a un peleador sonorense llamado Manuel Vázquez y quien no gozó de las mieles de la trascendencia boxística, aunque cinco años después pudo ganarle a Pintor en una pelea de exhibición.

Por supuesto, los 12 rounds tienen un orden cronológico. El primero se refiere a su niñez, marginal y llanera, que es en donde brota su apelativo, impuesto por su madre, que veía cómo al chamaco le encantaba imitar el canto de los grillos. El segundo round da cuenta de su ingreso al profesionalismo; luego, acicateado por la decepción que le provocó quedar fuera del equipo olímpico que representaría a México en los Juegos de Múnich de 1972. Vale la pena explicar mejor ese trago amargo: resulta que, a principios de 1972 (contaba con 17 años), Pintor peleaba en la división mosca y su rival a vencer, entrenando ambos en el Comité Olímpico Mexicano, era Arturo Delgado, hermano de Ricardo, quien ganó una medalla de oro en México 68. Pintor, cuenta él mismo, tumbó a su adversario dos veces, pero nunca supo por qué perdió; eso le provocó un disgusto enorme, tanto que lo empujó al profesionalismo.

Y así, round por round, Leal Ortiz va desmenuzando en su libro –al que considero que le faltó una última revisión editorial– la trayectoria del Grillo de Cuajimalpa. Y en esos rounds de vida sobresalen los tres momentos clave destacados al principio. 

El primero fue su primer campeonato mundial, que consiguió el 3 de junio de 1979 en peso gallo al vencer en 15 rounds, en una decisión dividida que todavía levanta ciertas discusiones, a uno de los exponentes más finos y letales del boxeo mexicano: Carlos Cañas Zárate. No sobra anotar que el despegue de Pintor fue inmediato y que sostuvo al menos ocho combates en los que retuvo su cetro mundial. Entre esas defensas del título se encuentra el segundo momento clave (el más relevante de los tres, sin duda alguna) en la vida de Pintor. Se trata de la victoria que logró en Los Ángeles el 19 de septiembre de 1980, por nocaut efectivo en el round 12 (en ese entonces las peleas de campeonato se pactaban a 15 rounds, regla que cambió tres años después y se acortaron a los 12 actuales) en contra del aguerrido y espigado galés Johnny Owen, quien murió 45 días después en un hospital californiano, a consecuencia de la golpiza que le propinó Pintor. Este suceso, naturalmente, le dejó una impronta trágica y, por lo tanto imborrable, al ánimo del Grillo, aunque no dejó de subirse al ring para continuar con la defensa del cinturón que lo acreditaba como campeón mundial gallo. El tercer momento clave, considero, se presentó el 3 de diciembre de 1982 en Nueva Orleans, cuando llegó el momento de fajarse ante el temible noqueador boricua Wilfredo Gómez, un verdadero verdugo de boxeadores mexicanos. Ahí, disputando el cetro mundial pero ya en súper gallo, el Grillo perdió por nocaut técnico en el round 14. Esa pelea ganó celebridad tiempo después, ya que la afamada revista especializada The Ring la colocó como una de las mejores de la década.

Pero, ¿por qué siendo un púgil con tantas facultades y con tanta simpatía Pintor nunca fue considerado un ídolo mexicano? Nadie podría explicar con certeza ese mecanismo colectivo, tan veleidoso como intransigente, que lleva al público a definir a un peleador como integrante del Olimpo deportivo. En efecto, Pintor era apreciado, vitoreado y conocido, incluso muy popular, a la par, me atrevo a considerar, de Rodolfo Martínez, Rafael Herrera, Alfonso Zamora, Pipino Cuevas o Freddy Castillo, por mencionar a un puñado de sus colegas contemporáneos, pero nunca a la altura de Vicente Saldívar, Rubén Olivares, Miguel Canto, el malogrado Salvador Sánchez (quien fue un gran amigo de Pintor) o incluso Julio César Chávez, quien obtuvo la idolatría del público pocos años después del declive de Pintor.

Al final, lo que sí logró el Grillo fue un envidiable récord en combate y retirarse en óptimas condiciones de salud, a pesar de los durísimos golpes que recibió en activo. Y una cosa más alcanzó: sobrevivir a un fantasma con quien, me gusta pensar, sigue practicando box de sombra, una sombra galesa que en vida respondía al nombre de Johnny Owen.

 





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