La bruma de la era

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02 de Enero de 2019

Brasil por encima de todo y Dios por encima de todo…”, así arrancó la presidencia de Jair Bolsonaro en Brasil. Evocando a Dios no sólo en su discurso inaugural, sino también en su respuesta a Donald Trump, quien lo felicitó en Twitter tras su investidura: “Bajo la protección de los dioses, llevaremos prosperidad y progreso a nuestros pueblos…”, agradeció el brasileño. En esas pocas palabras, el primer gran guiño entre presidentes que, además de a los dioses, también reafirman su nacionalismo a la primera provocación. Tan iguales, que resulta difícil diferenciar sus cualidades cuando se observan por separado: el que miente; el que aviva el fuego; el que se abraza de la ira social; el que justifica todos sus argumentos, que puede que sean también sus miedos; el presidente que ensalsa sus victorias; el que niega sus derrotas. Y no sólo Bolsonaro, no sólo Trump. Los hay de derecha, pero también de izquierda. Son los líderes que reciben el 2019.

Líderes que poca certeza aportan. ¿Cómo puede cosecharse confianza en Estados Unidos si su presidente refuta a su jefe de gabinete? ¿Cómo si The Washington Post calcula que el también magnate dice un promedio de 15 mentiras cada 24 horas?

Presidentes que, sin importar la ideología, poco hacen por resolver problemas, pero mucho para afianzar discursos que dividen y alimentan el odio. Nacionalismos vistos desde ambas esquinas, que se aferran a un pasado cuya memoria ha construido y disfrazado con una falsa prosperidad. Promesas del regreso del porvenir que jamás existió, pero que apunta fácil responsables. Y ahí, la más alta concentración de una bruma que no permite visibilidad hacia el futuro. Ése que no termina de dibujarse porque estamos, todos, atados a un pasado imaginario que nos anuncian como la solución de todos nuestros males, el que no permite la llegada de nuevas narrativas, el que nos hace escépticos de lo que vendrá.

¿Cómo hablar de certidumbre ante un camino opacado por la niebla? Populismos que evitan el paso de lo novedoso, pero que alimentan la permanencia de lo que no funcionó antes y que, obviamente, no funcionará ahora.

En 2018, acaso el único discurso nuevo fue el de las mujeres, que aunque germinado desde 2017 con el movimiento #MeToo, este año tomó fuerza y puso no sólo los temas feministas, sino cada vez más nombres de mujeres en la sobremesa y, mejor aún, en la palestra rumbo a la toma de decisiones. A pesar de eso, aún hay resistencia al cambio. Argentina aún tuvo miedo de legalizar el aborto, por ejemplo, porque existen quienes todavía dudan de la importancia de la equidad de género como parte del cotidiano, como pilar de una nueva norma que permita mismos espacios y oportunidades. Esa negación de lo evidente y necesario. Esa piedra que no podemos quitarnos del zapato y con la que hemos tropezado varias veces.

Éste es el panorama con el que llegamos a este nuevo ciclo, al nuevo año. Los populismos en el mundo no proveen claridad y sólo siembran dudas: no están siquiera sirviendo como válvulas de escape temporal a una, eso es cierto, realidad que parece también estar dando de sí.

“Aceptar que la democracia requiere más esfuerzos que el de ir a votar cada cierto tiempo. Hay que informarse mejor, tener la mente abierta a ideas que no nos son cómodas y desarrollar el sentido crítico que nos alerta cuando nos manipulan…”, atina Moisés Naím como primer paso para vacunarnos de los líderes y sus discursos, pero también para contribuir a la salud de nuestras democracias. La de todos los territorios en el mundo, donde sus líderes se observan seguros (sobrados casi) ante la nula rendición de cuentas que están dispuestos a cumplir, porque tan seguros están de sus victorias –ninguna materializada, por ahora, más allá de la electoral– que esperan que el resultado se valide solo bajo palabra. El 2019 no tendría que ser el año de la bruma, tendrá –debe ser– el de los vientos que, por fuertes que sean, permitan ver, vernos con mayor claridad para dibujarnos rutas más precisas, más sensatas. Con la mirada más puesta en el presente y el futuro, y no en la fantasía ociosa –y obsoleta– de un pasado que hace tiempo se rompió en pedazos…

 





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