‘La carta secreta de Darwin’ (Capítulo 20)

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CIUDAD DE MÉXICO. 

El científico y escritor Fedro Carlos Guillén sigue con interés todo tipo de cartas. Ahora une su pasión por la literatura, la historia y la ciencia en su nueva novela que hoy publica su nueva entrega.

VEINTE

Tío Luisito se rascó la entrepierna mientras se dirigía a su sofá favorito. En una mano llevaba su cuba de Huasteco Potosí y en la otra, una caja de zapatos. Agamenón lo observaba parsimoniosamente. Se sentó y después de dar un generoso trago, sacó de la caja una bolsa del supermercado en la que venía un diario. Era de su padre, un médico que lo había dejado huérfano muy temprano. Luisito tuvo que salir a ganarse la vida cuando era adolescente, se crió en Santa María: un barrio en el centro de la ciudad que había perdido su boato porfiriano y se convirtió, con el paso de los años, en un territorio hostil en el que había que rifársela día con día. Hizo de todo; fue toallero en hoteles de paso, chalán de carpintería, cargador en La Merced. Finalmente consiguió un empleo muy modesto en la compañía Mundet, donde logró jubilarse para sorpresa de todos, incluido él mismo, ya que su afición por el alcohol, las mujeres y la vida alegre lo sometieron siempre a riesgos de despido. Alguna vez llegó borracho como una cuba a su trabajo y su jefe al darse cuenta lo reprendió. Luisito lo miró y respondió:

–Es que me descompensé.

Era un hombre simpatiquísimo que cuando había temporada iba los sábados al beisbol y los domingos a los toros. Era conocido y popular en todas las cantinas de la zona donde estaban acostumbrados a su eterna irreverencia. Nunca se casó, estuvo comprometido alguna vez, pero todo devino en desastre el día que se presentó en la casa de los padres de su novia con un ramo de flores y una botella encima a “pedir la mano”. Mientras esperaba, sintió una urgente necesidad de orinar y por algún misterio cerebral que él más tarde calificaría como “su pinche destino” decidió hacerlo atrás del piano de cola, un trastabilleo lo hizo tratar de detener su caída aferrándose a un deshilado que, sobre la tapa del piano, soportaba muñecas de Lladró. Cuando lo encontraron estaba en medio de una hecatombe de figuras rotas de Quijotes y Sanchos y enredado en la mantilla con el miembro de fuera.

Abrió el cuaderno en su sección favorita, se puso los lentes de fondo de botella y después de otro sorbo a su ron, leyó:

Llegué a Comitán el 28 de julio de 1908 después de veinte días de viaje y en medio de una tormenta de los mil demonios. Venía de la capital, donde había cumplido mis estudios de medicina en respuesta al llamado de mi tío Antelmo, quien tres meses antes escribió una carta en la que me invitaba a vivir con él ofreciéndome apoyo para echar a andar un consultorio privado debido a la muerte del doctor del pueblo. La idea me había parecido milagrosa considerando que en la capital me hallaba sin un centavo, perseguido por acreedores, y durmiendo en un hotel de putas del que salí sin pagar.

Mi tío Antelmo era un hombre querido y respetado por todos en el pueblo, dada su personalidad extraordinaria e imperiosa. Hijo predilecto del positivismo, su primera pasión eran las novedades científicas que llegaban de Francia y Estados Unidos. Cuando discutía, era un verdadero león que hubiera dado -perdonando- un huevo felino por ponerle la mano encima al padre Jerónimo, el cura del pueblo, uno de sus más enconados opositores que durante años había convencido a sus fieles de no utilizar los servicios del médico y confiar en las decisiones divinas. «Cura pendejo» lo llamaba mi tío y tenía prohibido que sus dependientes económicos, entre ellos el que esto escribe, fuéramos a misa.

En su casa, la primera con luz eléctrica del pueblo, vivían también María, su ama de llaves y don Policronio, un viejito que había llegado hacía veinte años a jugar una partida de ajedrez.

La segunda pasión de mi tío la constituían las novelas épicas; Ivanhoe, Robin Hood y Guillermo Tell, eran sus favoritos y probablemente de ellos extraía un noble ejemplo, pues don Antelmo, a pesar de sus arrebatos, era un gran filántropo.

–Hay que sacar a esta gente de la ignorancia– dijo cuando bajé del carruaje –para eso te mandé traer, sólo dime una cosa, ¿crees en Dios?

Era una pregunta directa que requería una respuesta directa. Pensé con terror que lo que contestara podría determinar mi futuro económico y elegí la ruta lacónica:

–No– repuse bajando los brazos que había extendido para abrazarlo, él ya iba en camino.

–Bien, ésas son idioteces de beatas– y siguió caminando delante de mí.

La casa era grande y espaciosa con una fuente en el centro rodeada por corredores, llenos de macetas, en los que se distribuían los cuartos. Me asignaron el que había pertenecido al único hijo de mi tío, quien había muerto diez años antes. Después de arreglar mis cosas me presenté a cenar en un comedor diseñado para veinte gentes que era usado por tres; mi tío en la cabecera leyendo en voz alta un artículo sobre las experiencias de Edison, don Policronio a su derecha construyendo una avioneta con el tenedor y el cuchillo y María al lado de este último con cara de fastidio. Mi llegada causó diferentes reacciones, mayoritariamente de alivio. Sin embargo, la que contaba, la de mi tío, fue bastante violenta:

–José–me dijo –debes saber que en esta casa se cena a las ocho en punto y no a la hora que te dé la gana. Tienes dispensa sólo porque es la primera vez, pero no quiero que se vuelva a repetir.

Se hizo un silencio de funeral, por lo que juzgué conveniente disculparme. Mi tío se sonrió y me palmeó como a un caballo. María me sirvió atole y don Policronio sacó un boleto de lotería y lo extendió solícito.

–Ni lo vea, joven, ya está jugado y no tiene premio– dijo María.

En efecto el billete era de hacía un mes, sin embargo, don Policronio protestó:

–No, miss Mary, quién le dice que vi bien la lista.

La costumbre de llamar así al ama de llaves la tenía don Policronio hacía años y aparentemente era el motivo de que ella no le dirigiera la palabra. María torció el gesto y se fue a la cocina murmurando palabrotas.

Esa noche, cuando salí de lavarme la cara, encontré a don Policronio inclinado hacia el piso como si hubiera perdido algo, me acerqué para ayudarlo y por poco y caigo de boca: lo que había llamado la atención del anciano era una araña enorme, peluda y horrorosa. Tomé mi zapato y cuando le iba a arrear, don Policronio me detuvo y dijo:

–No, joven, deje en paz a la hermana araña que ningún daño hace– dicho lo cual, se fue a su cuarto y me dejó con el zapato en la mano como un idiota.

Pronto me acostumbré al estilo de vida del pueblo, por las mañanas y hasta las tres de la tarde me quedaba en la clínica atendiendo a mis pacientes que efectivamente eran unos ignorantes; tomaban meados de vaca para curar sus indigestiones o se frotaban con lodo las heridas que llegaban casi siempre infectadas. Sin embargo, eran los únicos que violaban el interdicto parroquial. No les cobraba nada por órdenes del tío Antelmo que pagaba mis honorarios y las medicinas que les regalaba. Después de comer, iba al Centro Social donde se podía jugar dominó o ajedrez y además se discutía sobre política o ciencia en el caso de que mi tío estuviera presente.

Estábamos una de esas tardes oyendo el relato de Pepe de la Vega acerca de una casa de esparcimiento que se acababa de abrir por Zapaluta cuando se oyeron unos gritos que venían de la calle. Nos paramos todos a ver de qué se trataba. Era una procesión llena de gente que rodeaba algo que no alcanzábamos a distinguir por nuestra posición, salimos del salón y fuimos testigos de un evento increíble: el tío Antelmo corría a la mitad de la calle trepado en un automóvil que hacía un ruido infernal, atrás de él venían agitadísimos el señor cura y una turba de fieles con la lengua de fuera. Mi tío iba muerto de risa y pronto se perdió por el camino dejando muy atrás a sus perseguidores. Nicolás, uno de mis pacientes, nos explicó todo: aparentemente don Antelmo se presentó con su máquina antes de misa en el atrio de la iglesia y había dado un par de vueltas, evidentemente para provocar al padre Jerónimo que había subido furioso al campanario y desde allí declaró que Antelmo estaba inspirado por el demonio y que esa máquina infernal era el producto evidente de su trato con el diablo. La respuesta fue lapidaria:

–¡Cura ignorante y pendejooo! –y en ese momento se lanzó en dirección a la calle, seguido por la turba excomulgadora.

Cuando llegué a la casa encontré a una muchedumbre que bloqueaba el acceso, por lo que tuve que entrar por atrás. Mi tío estaba dictándole algo a María e hizo un gesto para que me quedara. Tomó el pedazo de papel y lo extendió.

–Quiero –dijo– que pegues esto en la pared de la presidencia.

–Ya voy tío –respondí– pero antes explíqueme qué hacía usted subido en esa cosa y para qué fue a provocar a todos en la iglesia.

Don Antelmo me miró fijamente y luego echó una carcajada.

–¡Progreso, muchacho, progreso! Esa máquina que tú viste me la acaban de mandar de Alemania. No come alfalfa ni hay que bañarlo. Con este vehículo borraré de una buena vez las tinieblas del oscurantismo que ensombrecen a nuestro pueblo, pero qué te cuento a ti que en México has de haber visto miles, ¿qué te parece? ¡Anda, anda!

Me fui a pegar el pergamino mientras lo leía durante el trayecto; ¡Era un reto!, mi tío desafiaba al padre Jerónimo a una carrera en el llano cercano para demostrar “cómo el progreso no se detenía ante supersticiones de beatos ignorantes», en caso de ser derrotado, ofrecía asistir a misa todos los días que le quedaban de vida y no volver jamás a cuestionar las ideas del cura. En cambio, si la victoria lo favorecía, pedía la oportunidad de disparar su vieja ballesta sobre la cabeza del padre Jerónimo.

Pegué el papel donde mi tío había indicado e inmediatamente se acercaron los que andaban por allí a ver de qué se trataba, para la tarde ya era un gentío el que se había reunido. Por encargo de don Antelmo me presenté a misa de siete; había tanta gente que el cura tuvo que subir por segunda vez al campanario en el mismo día. A la hora de la homilía, dijo a gritos:

–¡Las fuerzas del mal se ciernen sobre Comitán!, el demonio llama queridos hermanos, desoídlo. Se hace necesario que libremos la batalla contra los emisarios del averno. Ha llegado a mis oídos la noticia de que don Antelmo, desafiando el castigo eterno, ha retado a cualquier hombre a caballo para que lo venza en una carrera en la que tripulará su máquina demoníaca. Pues bien, yo convoco al ejército del bien a que acepte el reto, ¡huestes de Dios!, preparáos para vencer a Satán que el cielo os espera en recompensa y no temáis que el creador está de nuestro lado.

Cuando le conté a mi tío lo que había oído en la iglesia se frotó las manos y dio una pataleta de puro gusto:

–¡Perfecto –dijo– mientras más pendejos, mejor!

–Oiga, tío –pregunté con ganas de joder– ¿y no le da miedo que le ganen?, a lo mejor juntan a los caballos más rápidos de por aquí y le dan un susto.

–No, muchacho, nada de eso, ni el caballo más veloz puede competir contra mi máquina, esto va a ser más fácil que aplastar un merengue a sentones.

Durante toda la semana los mejores jinetes del pueblo se prepararon para vencer a Satán, muchos de ellos más estimulados por el reto que por la amenaza de excomunión del padre Jerónimo. Mi tío se rascaba tranquilamente la barriga y salía en las tardes al patio de la casa para practicar con su ballesta. Su deficiente puntería determinó que le clavara una flecha en las nalgas a don Policronio, que tuve que retirarle entre gritos de dolor.

El domingo salimos todos muy temprano para el llano y ni así pudimos esquivar los tomatazos que nos tiraron las beatas que ya se encaminaban al encuentro vestidas con túnicas blancas y cantando salmos de redención. Íbamos don Policronio, que aún no se podía sentar, María y yo montados en el auto de don Antelmo que llevaba unos anteojos y gabardina.

Nos encontramos con un espectáculo impresionante; había más de cien jinetes caracoleando sus caballos, todos ellos dispuestos a vencer. Bajamos del vehículo y nos fuimos a sentar en una huizachera desde la que se veía todo el panorama, poco a poco se fue llenando de gente y ya para el mediodía no había lugar para sentarse.

Se había decidido que el ganador de la carrera tendría que recorrer el llano en toda su extensión de ida y vuelta, gente del Centro Social y de la iglesia esperaba en ambos lados para evitar chapuzas. Exactamente a la una de la tarde se prepararon todos; a lo largo de una línea se habían dispuesto un centenar de jinetes con paliacates en la cabeza. Los caballos se agitaban nerviosos y mi tío, mientras tanto, le daba cuerda a su máquina. Cuando todos estuvieron listos sonó el trompetazo de salida, los caballos brincaron para delante y salieron como centellas. El vehículo de mi tío, en cambio, tuvo un arranque mucho más lento, lo que le costó quedar en medio de una enorme nube de polvo. María y yo nos volteamos a ver aterrados, si mi tío perdía la carrera, más valía no estar a su alcance los próximos veinte años, sin embargo don Policronio nos dio un codazo y gritó:

–¡Miren!

La máquina de don Antelmo había comenzado a ganar terreno, al llegar al punto en que debían retornar llevaba ya ventaja sobre la mayoría de los jinetes. El camino de regreso fue mucho más sencillo, mi tío rebasó a todos y llegó a la meta con una ventaja escandalosa entre una gritería como nunca había oído en mi vida.

–¡Como aplastar un merengue a sentones! – gritó mi tío cuando llegamos a felicitarlo –ahora a cumplir la apuesta.

Sacó del auto su vieja ballesta y un enorme melón y se dirigió a donde estaba el señor cura que estaba demudado pero lleno de dignidad.

–¿Vienes a cobrar tu presa Satán?, pues bien, apresurémonos.

Don Antelmo le indicó con un ademán dónde quería que se colocara y le puso el melón arriba de la cabeza. Se separó del cura unos quince pasos y cargó su ballesta con una flecha enorme. Mientras tensaba la cuerda volteó hacía mí y dijo mientras me guiñaba el ojo:

–Estás a punto, mi querido muchacho, de presenciar el poder de la fe.

Acto seguido levantó el arma y apuntó hacia la cabeza del cura con pulso tambaleante. El padre Jerónimo hizo un gesto muy raro y gritó de repente:

–¡Bestia, animal!, el cielo nunca te perdonará.

Dicho lo cual emprendió la carrera rumbo a San Cristóbal.

Nunca lo volvimos a ver.

La victoria de mi tío fue aplastante y le permitió desarrollar, con mi asesoría, todo un centro hospitalario que se convirtió en el mejor de la región. Don Antelmo tuvo vida suficiente para ver su triunfo y observar regocijado cómo el pueblo se llenaba de autos y líneas telefónicas. Cuando ya estaba muy viejo decidí preguntarle algo que me había dado curiosidad toda la vida.

–Tío– le dije –¿de verdad hubiera usted disparado aquella ballesta?

El viejo suspiró regocijado y respondió:

–¿Por qué crees, muchacho, que puse melón en lugar de una manzana, que era lo indicado? Si no le ensarté una calabaza fue nomás porque el cura aquel era de cabeza chica. Pero él sabía, porque yo me encargué de ello, que no le hubiera atinado ni aunque trajera sandía.

Y se carcajeó toda aquella tarde.

Cuando Martina entró al estudio halló al tío Luisito profundamente dormido con el diario en el regazo, le quitó los lentes y le dio un beso. Tenía una sonrisa en la boca.

 

 





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