Reportero

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27 de Enero de 2019

Lo aclaro: no fui amigo de Eloy Aguilar, pero conversé con él muchas veces. Y esas charlas me permitieron conocer su carácter afable y generoso. Me permitieron comprobar también la fiabilidad de su memoria y, sobre todo, la manera en que vivía el periodismo, oficio que ejerció bajo presión, como supongo debe ser, y sin ínfulas de “salvador de la libertad de expresión” ni de “soldado de la información”.

El próximo miércoles se cumplirán diez años de la muerte de este singular reportero estadunidense que nació en 1937 en Texas, muy cerca de la frontera con México, y que dedicó más de cuatro décadas de su vida profesional a la agencia The Associated Press, la famosa AP, así que aprovecho la fecha luctuosa para tejer este tributo en forma de recuerdo.

En febrero de 2007, medio año después de que Eloy Aguilar se había “retirado” –aunque conservaba un vínculo galvanizado con AP y con el medio periodístico mexicano en general–, la dirección editorial de Excélsior me encargó una entrevista con el veterano periodista a quien yo sólo conocía de nombre. Ahí me enteré de que había empezado como reportero, en las oficinas de la AP en Dallas en 1966, luego fue desplazado a Caracas y posteriormente al Caribe. Luego de 13 años de “medio aprender el oficio” fue cambiado a México, en 1979, país que tomó como base para que Centroamérica le quedara a tiro de piedra.

Así que llegó precisamente a la franja central del continente en un “pésimo momento civil”, pero al mismo tiempo en unas circunstancias históricas que le permitieron contar las contiendas que azotaron la región durante los años 70 del siglo pasado. Ahí se fraguó, sin duda alguna. Arribó, pues, a esa parte compleja de América en un “buen momento periodístico”. En El Salvador, en Guatemala y en Nicaragua había mucha actividad política, agitación social. Era la guerra. Y ese hito de la historia reciente marcó su desempeño, pues tuvo que arreglárselas para cumplir con su trabajo. El mundo, solía decir Eloy, era otro: “El contexto para la prensa era distinto. Era muy dramático. Particularmente en El Salvador. Las matanzas en los pueblos eran cosa de todos los días, y no había forma de que los medios llegaran ahí”.

Y también estuvo en Panamá. Su misión era cubrir, en 1989, la invasión de EU para aplacar no a un país tanto como a un hombre: el general Manuel Antonio Noriega. “Los periodistas estábamos frente a la base militar. Conocía bien el país, la situación fue empeorando: marchas, protestas, las campañas para las elecciones de mayo y el golpe de Estado. La noche de la invasión estábamos yo y los corresponsales de Notimex, de France Press y de EFE [una reportera que se convirtió en su esposa], y sabíamos que era inminente la invasión. Empezaron a salir las tropas de la base Clayton: tanques, cañones, helicópteros, y nos fuimos detrás de ellos hasta que nos detuvieron, pero por casualidad había una pequeña tienda con teléfono público y desde allí transmitimos”.

Cuando cayeron los primeros bombazos de la tropa estadunidense, se comunicó desde ese pequeño tendajón a las instalaciones de la AP en México con el fin de brindar el “breaking news”. El colega que le tomó la llamada le exigió que le confirmara el inicio de la invasión. A Eloy Aguilar sólo se le ocurrió levantar el teléfono para que aquél oyera, contundentes, las detonaciones.

Le pregunté si era posible, como reportero, no involucrarse con el sentimiento de las personas que padecen la guerra. Su respuesta fue convincente, irrebatible: “Supe de tantas matanzas en Centroamérica. Como periodista ves el cuadro general, pero es imposible como persona no involucrarse con las personas que les mataron al hijo, a la mamá, al hermano. Se personaliza la tragedia. Tratas de informar y que los hechos hagan su tarea, pero ése es un problema de los periodistas: tratar de alejarse un poco de esa situación para poder llevar la información a los lectores”.

Una de las coberturas de mayor alcance en su carrera la hizo en México, durante el temblor de 1985. Debido a la complejidad de transmitir lo que iba reporteando pasado el sismo, Eloy Aguilar y uno de sus colegas rentaron una aeronave –por seis mil dólares, según recordó– para que los llevara a territorio texano –específicamente a Harlingen–, desde donde enviaron los primeros cables fuera de un país que conoció muy bien y que entonces vivía encerrado en una especie de burbuja construida por el gobierno en turno. “La cerrazón era severa”, rememoró.

“El sistema político mexicano era cerrado, no se permitía la crítica ni la autocrítica. Se había creado un exacerbado nacionalismo: tú veías propaganda acerca de que México era lo supremo. ‘Lo hecho en México está bien hecho’, decían, y no había forma de compararlo. Estaba controlado, no había fuentes de información fiables”.

Pero esa burbuja reventó en algún momento. Para Eloy Aguilar fue justo después de que amainó la contingencia del terremoto: “Nació una presión social que fue empujando hasta que comenzaron los cambios políticos. El país empezó a abrirse, vino el TLC y el flujo de información fue mucho mayor. Luego llegó internet, y ni hablar. Ahora la gente tiene mucha información, y aunque muchas veces no sea buena o sea errónea, cada quien decide lo que quiere creer”.

De aquella entrevista citada al principio de este texto, conservo una imagen que describe de cuerpo entero el carácter jovial y campechano de Eloy Aguilar. Durante la sesión de fotos, mi compañero Nacho Galar solicitó un par de tomas extra al lado de una vieja máquina de escribir (una reliquia para coleccionistas). El veterano periodista se negó rotundamente ante tamaña petición y prefirió posar junto a su flamante y moderna computadora, porque “no vaya a ser que crean que soy un viejito”.

 





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