Víctor Manuel Torres – Divulgadores

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10 de Febrero de 2019

 

Cursé mi etapa de educación media superior en la UNAM, específicamente en ese abrevadero de cultura general que es el Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH, plantel Vallejo). Hace ya tres décadas de ello. En ese espacio de formación (o deformación, hasta ahora no lo sé con certeza) tuve, desde luego, un programa de estudios formal que era impartido por malos, regulares, buenos y excelentes profesores, todos ceñidos a una máxima pedagógica: “aprender a aprender”, cuyo propósito esencial era, y supongo sigue siendo, dotar a los alumnos de las herramientas básicas para que se encaminasen en la investigación de temas por cuenta propia. Enseñaban, pues, a no depender totalmente de la guía magisterial. Indagar, analizar, cuestionar, argumentar, etcétera.

Pero, además de ese plan de estudios programado para seguirse en aula, había un camino paralelo que muchos de esos profesores (por iniciativa personal o apoyándose en su respectivo departamento académico) tomaban con entusiasmo y, afortunadamente, con frecuencia inusitada, y éste consistía en invitar al plantel a divulgadores en el campo de la ciencia, las humanidades y las artes. La dinámica era simple, pero eficiente, y consistía en que tal o cual divulgador tuviera un encuentro directo con los alumnos fuera de sus clases regulares, que hiciera una disertación sobre su especialidad y luego diera paso a una sesión de preguntas y respuestas. Por supuesto, muchos de ellos ya tenían la experiencia y la paciencia necesaria para tratar con chavales que pasaban por esa complejísima etapa de elección de carrera.

Entre ellos, recuerdo a Jaime Litvak (1933-2006), un brillante arqueólogo cuya defensa de la indagación del pasado mexicano, según registra mi disoluta memoria, fue convincente y conmovedora. También llegó al auditorio del CCH una celebridad científica: el biólogo tijuanense Antonio Lazcano Araujo, especializado en el estudio del origen y la evolución temprana de la vida, quien para entonces rondaba los 37 o 38 años y cuyo talento ya lo había llevado a ser profesor residente y científico visitante en Francia, España, Cuba, Suiza, la antigua URSS y EU. La pasión y claridad con la que se expresó el doctor Lazcano era digna de un hipnotizador.

Otro de ellos fue el internacionalista e historiador español, naturalizado mexicano, Juan María Alponte (1924-2015), quien dedicó buena parte de su vida a dar cátedra en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, y cuya firma era habitual verla en columnas periodísticas. En su caso, fungió como una especie de examinador de las “conferencias” (de malas a pésimas) que dábamos por equipos sobre temas variopintos en el auditorio escolar. En mi caso, eso sí lo recuerdo bien, acerca del movimiento chicano (aún vivía César Chávez, el longevo líder del movimiento campesino en EU) y también acerca de la llamada Intifada, aquella famosa “guerra de las piedras” que Palestina emprendió en Cisjordania y la franja de Gaza en contra del hostigamiento israelí. Alponte escuchaba con atención y al final emitía algunos comentarios con seriedad y con sobrado estoicismo. ¡Cuánta barbaridad, imprecisión y dislate debió resistir!

Además de los invitados académicos, también arribaron muchos músicos a ofrecer conciertos. Y, por fortuna, no fueron pocos, partiendo de la combativa y melancólica folclorista sinalonese Amparo Ochoa (cuyo 25 aniversario luctuoso se cumplió este viernes) a la dulzura interpretativa del peruano Richard Villalón, pasando por la algarabía y comicidad del trovador cubano Virulo, cuyos chistes y juegos verbales, mixturados en sus canciones, nos producían las más salvajes risotadas.

Para sumar datos a esta memorabilia, mi compañero y amigo Roberto Velázquez, fotorreportero de Excélsior y también egresado del CCH Vallejo, me platicó hace unos días que él llegó a presenciar conferencias de los escritores Ana Clavel y José Agustín, e, incluso, un recital que ofreció en la biblioteca del colegio el maestro Enrique Arturo Diemecke, quien preparó para la ocasión una pequeña orquesta. Vaya visita.   

Pero, ¿por qué me acuerdo de esto ahora? Porque entre esas instancias de la memoria saltó un encuentro con un escritor –para entonces de 40 años y ya bastante conocido en el medio literario mexicano–, que ofreció, en torno a una de las mesas de la biblioteca, una vehemente y divertida charla en la que nos habíamos congregado no más de diez estudiantes de primer semestre. Me refiero a Paco Ignacio Taibo II.

Naturalmente, no recuerdo con exactitud sus palabras, pero sí la pasión lectora que quiso contagiarnos. No habló de su obra, sino de sus autores cercanos y del ejercicio lector que se hace por placer, nunca por obligación. Ese escritor, que hoy –después de serios y diversos trompicones– dirige el Fondo de Cultura Económica y cuya lengua desaforada lo ha metido en muchos berenjenales, se comportó de tú a tú con nosotros. Su objetivo, creo que cumplido en mi caso, fue “contaminarnos” de literatura. Y creo que lo hizo con mucha eficacia.

Será necesario decir aquí que ya he escrito, y lo sostengo, que Taibo no me parece la persona adecuada para tener el timón del sello paraestatal. Pero ése es otro cuento. Aquí y ahora quiero hacer énfasis en su talante como divulgador, igual al de los
antes mencionados. Un talante que no posee cualquiera, por supuesto, porque para ello se necesita poseer un talento sobrado y una terquedad irreductible.

Esos científicos, humanistas y creadores que, para mal o para peor, forman parte de mis 45 años de vida tuvieron la intención de alentar a varias generaciones de jóvenes que apenas trazaban su futuro profesional. ¿Lo lograron conmigo? No lo sé, y con genuina incertidumbre lo digo, pero de ese legado ya no puedo ni quiero deshacerme.

 





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