Nebulosas

0
483


31 de Marzo de 2019

Afirma la poeta peruana Blanca Varela, cuyo décimo aniversario luctuoso se cumplió hace unos días (falleció el 12 de marzo de 2009, a los 82 años), que “hasta la desesperación requiere un cierto orden”.

Su planteamiento, tremebundo pero irrebatible, lo desarrolla en un texto –dedicado, por cierto, a Octavio Paz– que fue rescatado por Víctor Manuel Mendiola en La mitad del cuerpo sonríe, una antología de poesía peruana contemporánea que publicó la editorial Fondo de Cultura Económica en 2005.

En ese texto, la autora de Ese puerto existe, Luz de día y Concierto animal, entre otros poemarios, postula que el citado “orden, en materia de creación, no es diferente”, y propone, para comprobar su dicho,  un punto de arranque: “Me acuesto en una cama o en el campo, al aire libre. Miro hacia arriba y ya está la máquina funcionando. Un gran ideal o una pequeña intuición van pendiente abajo”.

Así, ya se habrá dado el primer paso, pero hay que continuar; la clave es no desistir, aunque primero se vean “sombras y, con suerte, uno que otro destello; presentimiento de luz para llamarlo con mayor propiedad”.

Ya entendido el mecanismo, podrá comprenderse que “poner en marcha una nebulosa no es difícil, lo hace hasta un niño”, aunque ahí surge un problema: “que no se escape”.

El resto es una cuestión de lectura o relectura para confirmar que Varela construyó varias nebulosas, y las echó a andar, a través de la búsqueda verbal de ese cierto orden.

Una de ellas es la música o lo que la poeta llama como tal, y que no es otra cosa que un ruido que proviene de un mundo tan visible y tan presente, que se torna a veces imperceptible: “es un ruido de máquinas, un jadeo eléctrico, chirridos, latigazos”.

Pero la poeta duda, y es razonable que lo haga. Dice que no tres veces, luego recapacita, aguza el oído y vuelve a llamarle música al sonido que emite alguien que “llora muy despacio”; música “es un alarido agudo, una enorme, altísima lengua que lame el cielo pálido y vacío”. Música “es un incendio”. La música de la entraña terrestre, una de sus nebulosas.

Otra, pequeña nebulosa, pero no ínfima, es el dolor, que

Varela concibe como “una maravillosa cerradura” que domina, a través de mucha práctica, un “arte negra: mirar sin ser visto a quien nos mira mirar”, y también un “arte blanca: cerrar los ojos y vernos”, y esgrime dos infinitivos convincentes “ver: cerrar los ojos” y, como un plus, una definición categórica: “abrir los ojos: dormir”. Es el dolor del autoconocimiento, infligido por esa luz interna que nos guía la mirada hacia recovecos que sólo podemos distinguir si permitimos que la introspección nos arrastre, nos zarandee, nos someta.

Otra nebulosa que Blanca Varela erigió es el carácter fugaz, perecedero de todo cuanto nos rodea, de todo cuanto nos alumbra: “inmóvil devora luz / se abre obscenamente roja / es la detestable perfección / de lo efímero / infesta la poesía / con su arcaico perfume”. Y aquí no brinda concesiones: lo fugaz no presenta defecto alguno, ni pecado, pero quizá por eso mismo es abominable, ruin, pernicioso.

Y también está, cómo no habría de estarlo, una nebulosa que la poeta construyó como un puente –a veces luminoso, a veces sombrío– que la conecta con su mirada niña, mirada salina, oceánica, imbatible: “Está mi infancia en esta costa, / bajo el cielo tan alto, / cielo como ninguno, cielo, sombra veloz, / nubes de espanto, oscuro torbellino de alas, / azules casas en el horizonte”.

Y esa mirada no se marchita, perdura, a pesar de sí misma, pues mora en ella, en Blanca Varela, siempre, sin armisticio; arraigada, provista de un armazón sagrado: “Aquí en la costa tengo raíces, / manos imperfectas, / un lecho ardiente en donde lloro a solas”.

Esta es parte de la poesía de Blanca Varela, constructora de nebulosas frágiles o irreductibles, según quien las lea; Varela, una poeta que describía el amor, otra minúscula e inabarcable nebulosa, como “un paisaje que el tiempo corrige sin tregua”.

 





Source link