Tiempo detenido en Dublín 2019/03/30

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30 de Marzo de 2019

Por Fernando Islas

DUBLÍN.– Visitar la Biblioteca Marsh es una aventura por sí sola. En 1707, cuando abrió, se convirtió en el primer acervo público de Irlanda, lo que no es decir poco. Su sensacional atmósfera, y aquí el lector disculpará el lugar común, permite un pequeño viaje en el tiempo, pues su interior no ha cambiado en 300 años. La biblioteca fue encargada por Narcissus Marsh quien, en su calidad de arzobispo de Dublín, vivía justo al lado, a pocos metros de la catedral de San Patricio, donde reposan los restos de Jonathan Swift, lo que tampoco es cosa menor.

Precisamente Swift, célebre por Los viajes de Gulliver, decía que “los libros son los hijos del cerebro”. En la antigua sala de lectura de la Marsh están las mismas sillas que usaron Bram Stoker, en 1866, y James Joyce, en una visita que hizo en 1902.

Dos galerías conservan sus más de 20 mil ejemplares, ediciones del siglo XV al XVIII, y la colección del arzobispo Marsh, también un reputado lingüista, es notable en hebreo, árabe, arameo, sirio y copto.

En el folleto introductorio se precisa que Marsh estaba muy interesado en los progresos científicos de su tiempo, por lo que en sus estantes “encontramos la primera edición del famoso libro de Isaac Newton sobre la gravedad, Principia Mathematica”,
de 1687.

Por si fuera poco, ahora hay una espléndida exhibición también disponible en línea: Sole Survivors, 32 libros únicos, pero, se advierte, menos del 10 por ciento de los 387 libros y panfletos que se conservan en la Marsh de los que existe una sola copia en el mundo. Entre ellos hallamos un libro de texto: P. Rami Nominum et Verborum Declinationes (La Rochelle, 1587), unas memorias de guerra: À Sa Majesté Britannique Guillaume III (Utrecht, 1691) y algo de propaganda de culto alrededor de un personaje de época: An Account of the Life and Glorious Actions of William the Third (Londres, 1702). Convive con estas rarezas, si cabe mencionarlo, una joya: The Ladies Answer to the Gentlemen’s Apology (Dublín, 1747), publicación originada a raíz de los acontecimientos de enero ese año, cuando un hombre llamado Kelly atacó sexualmente a la actriz Harriet Dyer y a Ann Bamford, encargada de vestuario del Teatro Smock Alley, “experiencia de las desafortunadas damas que puede considerarse el primer ‘momento #metoo’ del teatro irlandés”, se lee en el catálogo de esta singular exposición: Sole Survivors. The Rarest Books in the World (Marsh’s Library, Department of Culture, Heritage and the Gaeltacht, Dublín, 2018).

Al fondo de la Marsh hay tres “‘jaulas’, probablemente construidas en el último cuarto del siglo XVIII”. ¿Con qué objeto? Aparentemente, aquellos lectores que consultaban libros pequeños eran invitados a estudiarlos encerrados en esas jaulas con el propósito de que no fueran robados. Cada libro tiene su historia con cada lector.
Cada biblioteca, también. Se diría que, en la época, los libros empezaron a ser objetos de deseo.

Cuando en 1455, Johannes Gutenberg imprimió la Biblia, lejos estaba de saber que había revolucionado el mundo del libro. Hasta entonces, salvo en monasterios y palacios, al alcance de nobles, monjes y científicos, era muy raro encontrar libros en manos de la gente.

Después vinieron las bibliotecas públicas como la Marsh y más tarde los avances tecnológicos que ahora nos permiten contar con materiales de lectura en dispositivos con un simple clic, algo que Marshall McLuhan vio venir con sospecha y rechazo. Un orgulloso rechazo: “En lugar de evolucionar hacia una enorme biblioteca de Alejandría, el mundo ha devenido en un ordenador, un cerebro electrónico. Exactamente como en un relato infantil de ciencia ficción. Y a medida que nuestros sentidos han salido de nosotros, el Gran Hermano ha entrado en nuestro interior” (La galaxia de Gutenberg, 1962).

Quizás McLuhan exageró. Ahora las bibliotecas como la Marsh se han hecho espacio en el universo digital al poner parte de su catálogo en línea, lo que representa un gran trabajo para varias generaciones de estudiantes, profesores, voluntarios y bibliotecólogos. En el caso de la Marsh, hay que agradecer su labor de conservación y cuidado de sus rarezas bibliográficas.





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